
La casa de la familia Morales siempre había sido un lugar tranquilo, un refugio del bullicio del mundo exterior. Sin embargo, en las últimas semanas, un ambiente pesado y opresivo había comenzado a establecerse. Clara, la hija de ocho años, había dejado de ser la niña risueña que solía ser. Desde que se mudaron, pasaba horas sentada junto a la ventana de su habitación, mirando hacia el bosque que se extendía más allá del jardín.
Al principio, Luis y Ana, sus padres, pensaron que era simplemente la transición a un nuevo hogar. Sin embargo, la preocupación aumentaba con cada día que pasaba. Clara parecía atrapada en un trance, su mirada fija en el horizonte, como si estuviera esperando algo o alguien. Cuando intentaban preguntarle qué veía, su respuesta siempre era la misma: “La niña que me habla”.
Luis y Ana intercambiaron miradas preocupadas. La pequeña hablaba de una amiga imaginaria, pero la forma en que lo decía les inquietaba. Clara describía a la niña con un vestido blanco que siempre se encontraba de pie en la entrada del bosque, sus ojos oscuros y profundos, llenos de tristeza. “Ella quiere jugar”, decía Clara, y aunque sus padres intentaron disuadirla, una sensación de desesperación comenzó a apoderarse de ellos.
Una noche, mientras Luis y Ana cenaban, escucharon un grito desgarrador proveniente de la habitación de Clara. Ambos corrieron escaleras arriba, solo para encontrar a su hija sentada en la cama, temblando. “¡La niña no me deja en paz! ¡No me deja salir!”, gritó, con lágrimas corriendo por su rostro. Ana la abrazó, tratando de calmarla, mientras Luis miraba por la ventana, sintiendo una extraña presión en el aire.
Los días siguientes, el comportamiento de Clara se volvió más errático. Comenzó a hablar en susurros, a veces riendo en voz alta y otras veces llorando. Luis y Ana decidieron llevarla a un terapeuta, pero nada parecía ayudar. La pequeña continuaba buscando a su amiga, ignorando las advertencias de sus padres.
Una tarde, Clara desapareció. Luis y Ana la buscaron frenéticamente por toda la casa y el jardín, pero no había rastro de ella. La preocupación se convirtió en pánico cuando decidieron revisar el bosque. La oscuridad del lugar era aplastante, y cada paso que daban era como un eco de su desesperación. Al llamar su nombre, solo había silencio.
Finalmente, Luis vio algo entre los árboles: una figura pequeña con un vestido blanco, de espaldas, mirando hacia el fondo del bosque. ¡Clara! gritó, corriendo hacia ella. Pero al acercarse, la figura se desvaneció, como un susurro llevado por el viento. Su corazón latía con fuerza mientras buscaba en todas direcciones, sintiendo una presencia en el aire.
Al regresar a casa, encontraron a Clara sentada en su cama, como si nada hubiera pasado. Estaba jugando, dijo con una sonrisa, pero sus ojos no tenían el brillo habitual. Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda al notar que la habitación estaba extrañamente fría. La niña parecía diferente, como si algo en ella hubiera cambiado.
A partir de ese día, Clara se volvió más distante, atrapada en un mundo que solo ella podía ver. Sus risas resonaban en la casa, pero siempre había un eco inquietante detrás de ellas, como si la niña de la ventana estuviera siempre presente. Luis y Ana intentaron enfrentarse a la situación, hablando de sus miedos, pero todo esfuerzo fue en vano.
Una noche, decidieron que ya no podían soportar más. Luis se armó de valor y fue al bosque, decidido a confrontar a la niña que había atrapado a su hija. Se adentró en la oscuridad, la niebla se espesaba a su alrededor. En el fondo del bosque, se encontró con una visión aterradora: la niña de blanco, pero ahora su rostro era un vacío, una oscuridad abismal que parecía devorar todo a su alrededor.
¿Por qué no te llevas a Clara? le preguntó, sintiendo que su voz se apagaba en la atmósfera opresiva. La niña solo sonrió, y en ese instante, Luis comprendió la verdad. La pequeña había hecho un pacto, una conexión oscura que ahora lo unía a él y a su familia.
Al regresar a casa, sintió que había cambiado. Clara estaba en su habitación, y aunque sonreía, había un aire de tristeza en su mirada. Ana, al verlo, se acercó, pero Luis sintió una inquietud indescriptible. ¿Dónde está la niña? preguntó, y en ese momento, comprendió que la niña siempre estaría en su casa, una sombra en la esquina de la habitación, observando.
Los días se convirtieron en semanas, y la atmósfera se volvió cada vez más pesada. Clara seguía hablando de su amiga, pero ahora Luis y Ana notaron que cada vez que lo hacía, una parte de su esencia se desvanecía. Una noche, cuando la oscuridad parecía más profunda, Ana escuchó un susurro que decía: Es hora de jugar.
No había respuestas, solo un eco vacío en la habitación. La conexión se había sellado. La niña de la ventana nunca se iría, y Clara había pasado a ser parte de ese oscuro juego, un misterio que nunca se resolvería. La casa se llenó de risas y llantos, y mientras las sombras danzaban en la penumbra, Luis y Ana comprendieron que a veces, lo inexplicable era más real de lo que podían imaginar.