
La noche en que todo comenzó, el viento aullaba como si estuviera lamentando algo perdido. En una pequeña aldea, donde la niebla se adhirió a las calles empedradas y la luna brillaba con una luz espectral, se encontraba la casa de los Arévalo, una familia marcada por la tragedia. La abuela de Pablo había fallecido hace poco, dejando un vacío que se sentía en cada rincón del hogar. La familia había decidido realizar una ceremonia en su honor, pero algo más se cernía en el aire, una tensión palpable que no podía ser ignorada.
La familia se reunió en la sala, rodeada de fotografías de la abuela, sus ojos siempre brillantes incluso en la vejez. Mientras Pablo escuchaba a su madre hablar sobre los recuerdos, no podía quitarse de la cabeza el susurro que había oído la noche anterior, una voz familiar que lo llamaba desde la penumbra. Su mente estaba dividida entre la tristeza y una inquietante curiosidad. Nadie más parecía notar el extraño aura que envolvía la casa, como si el tiempo se hubiera detenido en un punto entre lo real y lo sobrenatural.
Esa noche, mientras los demás dormían, Pablo se levantó en silencio, guiado por un impulso inexplicable. Bajó las escaleras, sintiendo la fría madera bajo sus pies. Cada paso resonaba como un latido en la oscuridad. En la sala, las sombras se alargaban y el aire parecía cargado con un peso que le apretaba el pecho. El fuego en la chimenea apenas iluminaba el espacio, lanzando sombras que danzaban a su alrededor. Fue entonces cuando escuchó el susurro nuevamente, más claro que antes: “Pablo, ven”.
La voz era tan suave, tan familiar, que casi se sintió reconfortado. Se acercó a la ventana, donde la niebla se arremolinaba afuera, y en el instante en que miró hacia el jardín, vio la figura de su abuela, de pie junto al viejo roble. Su rostro estaba iluminado por la luna, y sus ojos parecían brillar con una luz propia. “Pablo ” volvió a llamar la voz, resonando en su mente. Sin pensar, salió corriendo, impulsado por una mezcla de amor y temor.
El aire exterior era frío y la niebla envolvía todo a su alrededor. Al llegar al jardín, la figura de su abuela se desvaneció como un humo, y él se encontró solo, con un vacío en el estómago. “¿Abuela?” gritó, pero solo el eco de su voz le respondió. La incertidumbre lo invadió, y cuando miró hacia el roble, se dio cuenta de que había algo extraño en el suelo. Se acercó, y lo que vio le heló la sangre: una pequeña caja de madera, cubierta de tierra y hojas secas.
Con manos temblorosas, la abrió y encontró dentro una serie de cartas, todas escritas por su abuela. En una de ellas, una advertencia. No busques lo que se ha perdido. A veces, los muertos no desean ser encontrados. El corazón de Pablo se aceleró. ¿Qué había hecho? La voz de su abuela resonaba en su mente, y de repente, el aire se volvió denso, como si el propio tiempo hubiera dejado de avanzar. El susurro se transformó en un grito ensordecedor, y las sombras del jardín comenzaron a cobrar vida, extendiéndose hacia él.
Desesperado, dio media vuelta y corrió hacia la casa, pero las sombras parecían seguirlo, arrastrándose y retorciéndose. Al entrar, encontró a su familia en la sala, aún en un profundo sueño, ajenos a la creciente oscuridad que se acumulaba a su alrededor. El fuego en la chimenea había disminuido, y la habitación estaba sumida en una penumbra inquietante.
Al mirar hacia la chimenea, Pablo vio una sombra alargada asomándose detrás de su familia. La figura de su abuela, ahora distorsionada y envuelta en sombras, lo miraba con ojos vacíos. “No debiste buscarme”, susurró. El terror lo invadió y en un acto instintivo, se abalanzó sobre su familia, tratando de despertarlos, pero era como si estuvieran atrapados en un sueño del que no podían escapar.
En ese momento, la figura se acercó y, con una mano etérea, le tocó el rostro. Un frío glacial recorrió su cuerpo y su mente fue invadida por visiones de dolor y pérdida, como si cada uno de esos recuerdos se estuviera proyectando en su interior. Las cartas en sus manos se convirtieron en cenizas, y un último suspiro resonó en la habitación, un eco de la voz de su abuela que se desvanecía en el aire.
Despertó en su cama, empapado en sudor, el sol brillando a través de la ventana. Miró a su alrededor, confundido. Todo parecía normal, pero la sensación de angustia permanecía. Al levantarse, notó una carta en su escritorio, una que no recordaba haber escrito. La abrió con manos temblorosas y leyó la advertencia: “Lo que se ha perdido nunca debe ser buscado, o el precio será alto”.
Mientras el viento soplaba fuera, una parte de él sabía que, aunque había escapado de la oscuridad de la noche anterior, el eco del último suspiro del muerto lo seguiría. Una sombra acechaba en su mente, recordándole que, a veces, las cosas no deben ser perturbadas, y que el pasado nunca se queda atrás.