
El viento soplaba con fuerza, llevando consigo el murmullo de la ciudad al pasar por la antigua galería de arte donde Clara trabajaba. La galería había visto días mejores, pero su pasión por la pintura la mantenía allí, organizando exposiciones y cuidando de las obras que colgaban en las paredes. Sin embargo, había una pintura en particular que la intrigaba y aterraba al mismo tiempo: un retrato de un hombre de mirada penetrante, con un aire de melancolía que parecía salir del lienzo. Se decía que la pintura había pertenecido a un artista famoso que se volvió loco y desapareció misteriosamente.
Cada vez que Clara pasaba junto al retrato, sentía una extraña conexión, como si algo la llamara. Una noche, mientras limpiaba la galería, sintió que una sombra la observaba. La luz parpadeó y, al girarse, se encontró frente al retrato. La expresión del hombre había cambiado; sus ojos parecían seguirla. La inquietud se apoderó de ella, pero al mismo tiempo, un impulso incontrolable la llevó a acercarse y tocar el lienzo.
Desde ese momento, las cosas comenzaron a cambiar. Clara empezó a tener pesadillas sobre el hombre del retrato. En sus sueños, él la miraba con una tristeza infinita, como si supiera un secreto oscuro. A medida que las noches pasaban, la figura se volvía más tangible, más real, y Clara sentía que la barrera entre su mundo y el del retrato se desvanecía.
Una noche, mientras observaba la pintura, notó una leve grieta en el marco. Sin pensarlo dos veces, la tocó, y el instante siguiente, una ola de frío la envolvió. Clara se sintió atrapada en un vórtice de oscuridad y, de repente, estaba en un lugar diferente: una habitación sombría donde el hombre del retrato la esperaba. Su mirada era intensa, pero había una tristeza profunda en su rostro. ¿Por qué has venido?, preguntó, su voz resonando en el aire pesado.
Clara intentó responder, pero su voz se apagó en su garganta. En ese momento, comprendió que no era solo una espectadora; había cruzado un umbral. La figura avanzó hacia ella, y Clara sintió el terror acechando en cada rincón de la habitación. Siempre he estado solo, dijo el hombre, y su tono reveló un profundo dolor. He visto tantas almas entrar, pero nunca salir.
Con cada palabra, la presión en el pecho de Clara aumentaba. Se dio cuenta de que su vida había comenzado a desvanecerse. No solo en sus sueños, sino también en la realidad. Las personas que conocía comenzaron a olvidarla. Sus amigos dejaban de llamarla, su trabajo se esfumaba. La angustia la consumía, y el rostro del hombre se volvía cada vez más claro en su mente.
Desesperada, Clara decidió regresar al retrato, buscando una forma de romper la conexión. Sin embargo, cuando llegó a la galería, encontró que el lugar estaba vacío, como si nunca hubiera existido. La pintura había desaparecido. En su lugar, había un espejo oscuro que reflejaba su imagen, pero no solo eso; en el reflejo, la figura del hombre estaba detrás de ella, sonriendo.
Clara sintió una risa resonar en su mente, y comprendió la verdad aterradora: ella había sido absorbida por la pintura, atrapada en el limbo del hombre que una vez había sido un artista. Ahora era parte de su obra, condenada a observar cómo otros entraban en la galería, ajenos a su sufrimiento. El eco de la risa del hombre se desvaneció, y su rostro, antes triste, ahora mostraba un profundo deleite.
En el fondo del espejo, Clara vio a otras almas atrapadas, cada una con sus propios miedos reflejados en sus rostros. Un nuevo ciclo había comenzado, y mientras el viento soplaba con fuerza afuera, el retrato que cobraba vida había encontrado su nueva musa. La vida de Clara se desvaneció lentamente, convirtiéndose en otra historia dentro del lienzo oscuro del hombre, su destino sellado en una eternidad de olvido.