
El sonido del reloj resonaba en la habitación como un eco del tiempo que se escurría entre los dedos. Al principio, Marisa había encontrado el antiguo reloj de pared en la casa de su abuelo como un objeto fascinante, con sus intrincados detalles y el suave tic-tac que parecía envolverla en una atmósfera nostálgica. Sin embargo, tras la muerte de su abuelo, aquel reloj se convirtió en un recordatorio constante de la ausencia que sentía, y con el tiempo, comenzó a percibir algo extraño en su funcionamiento.
Las primeras noches, el reloj marcaba horas que no coincidían con la realidad. Un día, mientras estaba sentada en la sala de estar, notó que las manecillas se detuvieron a las 3:33. Un escalofrío la recorrió cuando recordó que su abuelo siempre decía que esa hora era un mal presagio. Se encogió en el sofá, y en su mente resonó el eco de las advertencias sobre los objetos malditos, pero rápidamente desechó la idea como una tontería.
A medida que pasaban los días, la tensión en la casa aumentaba. Las sombras parecían alargarse, y los ruidos en la noche se volvían más inquietantes. Un día, Marisa recibió una llamada de un viejo amigo que le informó que su madre había muerto en un accidente. A medida que se enfrentaba a la pérdida, las manecillas del reloj parecieron moverse con un ritmo inquietante, como si presagiaban otros eventos trágicos.
Esa noche, mientras lloraba la pérdida de su amigo, el reloj emitió un sonido peculiar. Era un tintineo que no había escuchado antes. Al acercarse, notó que las manecillas giraban de manera errática. Sintió un escalofrío recorrer su espalda y decidió ignorarlo, pero a la mañana siguiente, recibió otra llamada: su vecino había sido encontrado muerto en su casa.
Los días se convirtieron en una espiral de muertes inesperadas: compañeros de trabajo, amigos, e incluso una familia lejana. Marisa comenzó a perder la cordura. La única constante en su vida era el reloj, que parecía moverse de forma incontrolable cada vez que una tragedia se anunciaba. Desesperada, decidió buscar respuestas. Se sumergió en los recuerdos de su abuelo, intentando encontrar alguna pista en sus viejas cartas y diarios.
En uno de ellos, descubrió una referencia al reloj, que había pertenecido a un anciano que supuestamente podía predecir la muerte. Al leer, una sensación de terror la invadió. Se preguntó si su abuelo lo sabía y había mantenido el reloj en la familia como una forma de advertencia. Esa noche, se armó de valor y decidió hacer lo que nunca había hecho: intentar detener el reloj.
Con un destornillador en mano, se acercó al reloj, y cuando estaba a punto de abrirlo, un estruendo resonó en la casa. Las luces parpadearon y, en un instante de confusión, se sintió atrapada entre la realidad y una pesadilla. Las manecillas comenzaron a girar más rápido, y el sonido del tic-tac se transformó en un rugido ensordecedor.
En ese caos, Marisa vio visiones fugaces de los rostros de las personas que había perdido, sus miradas llenas de desesperación y dolor. Sintió que el tiempo se desmoronaba a su alrededor y, en un impulso, rompió el cristal del reloj. En el momento en que lo hizo, el ruido se detuvo bruscamente, y la habitación quedó sumida en un silencio mortal.
Cuando recuperó la compostura, se dio cuenta de que el reloj había dejado de funcionar. Pero un nuevo terror la invadió: el aire se sentía denso y pesado, y una sensación de vacío la rodeaba. Entonces, un grito desgarrador la atravesó, y al girarse, vio su propio reflejo en un espejo cercano. Era un reflejo pálido, con ojos vacíos, y de repente comprendió la verdad. Al romper el reloj, no solo había liberado el tiempo; también había liberado su propia alma.
Con el reloj roto a sus pies, el tiempo ya no tenía significado. Estaba atrapada en un limbo, condenada a revivir cada una de las muertes que había presenciado, siempre como un espectador, un eco de su propia existencia. La puerta de la habitación se cerró de golpe, y Marisa se dio cuenta de que el reloj había marcado su propia muerte, una muerte que nunca podría escapar. En la oscuridad, el sonido del tic-tac volvió a resonar, un recordatorio de que el tiempo no había terminado, sino que había comenzado de nuevo, y ella era parte del ciclo interminable.