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El eco de los gritos

19 octubre, 2024

El pueblo de San Juan de las Sombras tenía una peculiaridad que lo hacía famoso, o quizás infame, en la región: cada noche, cuando el reloj marcaba la medianoche, el eco de unos gritos desgarradores resonaba a través del valle. Nadie sabía de dónde provenían, pero se decía que eran los lamentos de aquellos que habían desaparecido en el bosque cercano, un lugar al que la gente evitaba acercarse después del atardecer.

María y su hermano menor, Andrés, habían crecido oyendo historias sobre esos ecos. Sus padres siempre les advertían que se mantuvieran alejados del bosque, pero la curiosidad y la necesidad de demostrar que no eran unos niños asustados los llevaron a aventurarse hacia la espesura una tarde de otoño. La atmósfera era densa, y las sombras se cernían sobre ellos como si el bosque mismo los estuviera vigilando.

A medida que se adentraban en el bosque, la luz del día se desvanecía, dejando paso a un crepúsculo gris y opresivo. Las hojas crujían bajo sus pies, y cada sonido parecía amplificarse en el silencio creciente. María, que siempre había sido la más valiente, intentaba mantener la compostura, pero sentía un nudo en el estómago que no podía ignorar.

Decidieron detenerse cerca de un viejo árbol caído para descansar. Justo cuando se sentaron, un escalofrío recorrió la espalda de Andrés. “¿Escuchaste eso?”, preguntó, sus ojos miraban al vacío con miedo. María frunció el ceño, pero antes de que pudiera responder, un grito desgarrador atravesó el aire, resonando a través de los árboles como si el propio bosque estuviera gritando. Era un sonido que erizaba la piel y que helaba la sangre.

Ambos se quedaron inmóviles, la respiración entrecortada. María trató de calmar a su hermano, recordándole que eran solo leyendas, pero la ansiedad en su voz traicionaba su propia incredulidad. Los ecos se intensificaron, como si las almas atormentadas del bosque estuvieran llamándolos, sus voces unidas en un lamento desgarrador que parecía acercarse cada vez más.

“Debemos irnos”, dijo María, pero cuando intentaron levantarse, el terreno comenzó a temblar, y las sombras se agitaron alrededor de ellos. De repente, una figura emergió de la oscuridad: un hombre de aspecto desaliñado, con ojos vacíos y una sonrisa perturbadora. “No deberíais estar aquí”, advirtió, su voz era un susurro apenas audible, y su presencia parecía absorber la luz.

María y Andrés dieron un paso atrás, pero el hombre los bloqueó. “Estáis atrapados en su juego”, dijo, mientras un eco de risas resonaba a su alrededor. La desesperación se apoderó de ellos, y comenzaron a correr, pero cada giro del bosque parecía llevarlos de vuelta al mismo lugar. Las risas se transformaron en gritos, cada uno más aterrador que el anterior.

De repente, Andrés desapareció en un destello de luz. María gritó su nombre, pero su voz se perdió entre el eco de los lamentos. Corrió sin rumbo, sus pasos resonando en el suelo, mientras el grito de su hermano se desvanecía, ahogándose en la oscuridad. Las sombras se cerraron a su alrededor, y las risas se convirtieron en un coro de voces conocidas: amigos, familiares, todos los que había perdido a lo largo de los años.

En un giro inesperado, se encontró frente a un espejo roto que reflejaba no solo su imagen, sino fragmentos de su vida, momentos de alegría y tristeza, y por un instante, entendió. El eco de los gritos no era solo una advertencia, sino un recordatorio de que aquellos que habían desaparecido no se habían ido; estaban atrapados en un ciclo interminable de sufrimiento.

Desesperada, María tomó una decisión. Cerró los ojos y gritó, un grito que combinaba todos sus miedos y sus esperanzas. En un instante, el bosque se llenó de silencio. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sola, la figura del hombre había desaparecido, y el bosque había recuperado su calma, pero el eco de los gritos había cambiado. Ahora resonaba en su mente, recordándole que el verdadero horror no era la oscuridad del bosque, sino la soledad que podía vivir dentro de uno mismo.